el antídoto

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Buenos Aires a los tantos días de enero del 2022

Era linda, sí.
No la más linda del barrio
pero sí lo suficientemente linda
como para que se dieran vuelta en la calle
a mirarme
o me dijeran algún piropo
cuando volvía de la escuela.
Hoy en día esas cosas me parecen un horror
pero en ese entonces resultaban naturales.
¿Cómo no iban a ser naturales
si en la publicidad del desodorante de moda
un perfecto desconocido le regalaba un ramo de flores a una chica
porque sí,
porque olía bien,
porque era linda?

Era linda, sí.
Pero, además, era joven.
Estaba acostumbrada a sentirme orgullosa
cuando un pibe con el que jamás iba a salir
reclamaba mi afecto todas las semanas.
El romántico que no se daba por vencido.
La gota que horadaba la piedra.
Estaba acostumbrada a sentirme avergonzada o culpable
si alguien me decía puta porque usaba la pollera demasiado corta.
Me criaron mi mamá,
los libros de texto de la escuela primaria,
la televisión, las revistas femeninas.
Lo que se esperaba de mí era bastante claro.
Ser linda,
ir por el mundo adornando la vida de los demás.
Pasados los veinte
(pero no tan pasados,
no fuera cosa de que el tiempo me jugara una mala pasada
y me marcara con la letra escarlata
de la soltería eterna)
buscar un chico lindo (un buen proveedor),
casarme, y dejar de ser la linda para mutar
en esposa y madre solícita.
Cortarme el pelo, claro,
pero no engordar un gramo.
Porque cuando fuera mi hija
la que se convirtiera en la linda
yo iba ser su espejo de futuro
(si querés saber cómo va a ser una mujer cuando los años pasen factura
mirá a su mamá:
quedate con la que tiene una madre que no engordó,
que sirve la mesa y lava los platos sonriendo,
que nunca se dio la cabeza contra la pared,
por lo menos en público).

Era linda, sí.
No la más linda del barrio
pero sí lo suficientemente linda
como para creer que la belleza
era lo mejor que tenía.
Porque a las lindas los desconocidos les regalaban flores.
O chocolates.
O latitas de Coca Cola.
Porque las lindas eran
las que hacían girar el mundo.
Me habían envenenado
la televisión,
las revistas femeninas,
las publicidades.
Los patovicas parados en la puerta de los boliches
que te miraban de arriba abajo y sentenciaban
vos entrás, vos no, vos sí, vos no, vos no.
Me habían envenenado, como a todas.

Hace años que me jacto de haber encontrado el antídoto.
Sin embargo,
hace años también,
que hago el amor con la luz apagada
y me ducho con los ojos cerrados.

 

 

Raquel Graciela Fernández

 

 

.    Raquel Graciela Fernández . Prov. de Buenos Aires.  Argentina .  1968
....  Imagen .   Sonia Chabas


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