a obscuras

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Buenos Aires  a los cuatro  días de  enero del 2020 


Estábamos hartas de que nos dijeran “no hay asesinos seriales en la Argentina”. Nos hablaban apenas de un hombre monstruo asesino de niños en los años ‘30, un hijo de italianos que dormía con cadáveres de pájaros bajo la cama, pero ¡estaban tan lejos los años ‘30! No eran otro tiempo, eran otro planeta. ¿Ni uno ahora? Ninguno. Había criminales crueles pero mataban a sus mujeres, a su familia, por venganza, por dinero. No mataban con método ni por puro placer ni por necesidad, por ansiedad, por compulsión. Nosotras, mi amiga Virginia y yo, habíamos conseguido un libro sobre asesinos seriales norteamericanos en la feria de usados del parque y estábamos obsesionadas. El cinturón de piel decorado con pezones de Ed Gein, los cadáveres que enterraba bajo el parquet John Wayne Gacy el Payaso Asesino, Richard Ramírez que se metía en las casas por la noche silencioso como una sombra. Nuestros padres, enojados, nos decían morbosas, no había bastante muerte ya, hablaban de la dictadura y los torturadores; no entendían que a nosotras nos gustaba otro tipo de infierno, uno de máscaras y motosierras, de pentagramas pintados con sangre en la pared y cabezas guardadas en la heladera.

Ese verano leíamos el libro y nos metíamos a la pileta de plástico en casa de Virginia. No había mucho más que hacer. La electricidad se cortaba por orden del gobierno, para ahorrar energía, en turnos de ocho horas. Mi padre nos había explicado que de las tres centrales energéticas del país sólo funcionaba una, y mal. Para las otras dos hacía falta dinero, inversiones, y el país no iba a conseguir ni un peso porque debía demasiado. Entonces: no iban a funcionar. ¿Ibamos a estar sin luz para siempre? pregunté yo una tarde, llorando. No había cines. No nos dejaban caminar por algunas calles demasiado oscuras. A veces la electricidad no regresaba después de las ocho horas prometidas y estábamos a oscuras un día completo. Todos los partidos de fútbol se jugaban de día. No había baterías ni grupos electrógenos en toda la ciudad. No se escuchaba música. La televisión duraba apenas cuatro horas, hasta la medianoche y ya no pasaba buenas películas. Yo no quería vivir así. También subían los precios. Si compraba cigarrillos para mi madre por la mañana a dos pesos, a la tarde, el segundo paquete, costaba tres pesos. Los nombres de nuestro fin del mundo, crisis energética, hiperinflación, deuda externa, obediencia debida, peste rosa. Era 1989 y no había futuro. A los 15 años cuando una chica no tiene futuro toma sol con todo el cuerpo cubierto de CocaCola y a la piel pegoteada se acercan las moscas. O compra marihuana compactada en Paraguay, ladrillos verdes de cincuenta gramos que, cuando se parten, apestan a tóxicos y orín. O se enamora de la muerte y se tiñe el pelo y los jeans de negro, y si puede se compra un velo y guantes de encaje.




Mariana Enriquez





. Mariana Enríquez .Buenos Aires. Argentina .  1973
  Fragmento de  <Ese verano a oscuras >  el libro más exquisito que leí en el 2019
....  Imagen . Lele Berlin







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