veo, no veo

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La visibilidad de lo invisible parece una contradicción imposi­ble de resolver. En el siglo XX algunos pintores, como Rene Magritte, pensaron que la invisibilidad no podía ser en modo alguno objeto de la pintura, empeñada sólo por mostrar lo visible oculto, expresión máxima del misterio. En cambio, Wassily Kandinsky concibió la pintura como el espacio destinado a hacer visible la interioridad invisible frente a la exterioridad mundana.
Según la hermenéutica de los escritos y obra plástica de Kandinsky realizada por Michel Henry, la abstracción es la única forma que puede expre­sar la invisibilidad.
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Distingue Henry al menos dos tipos diferentes de abstracción: aquella que resulta de la reducción de lo físico a su esencia como por ejemplo la de un Mondrian, de aquella otra que como la de Kan­dinsky vive ajena al mundo sensible para alimentarse de la “necesi­dad interior”. Nacido en la pura interioridad, el impulso de hacer visible lo invisible recurre a los elementos pictóricos puros: el pun­to, la línea, el plano, los colores. Liberados de los objetos nace el universo pictórico. Se crea la forma –la forma abstracta– que sur­ge de la necesidad interior y no a la inversa, pues “no es en el mun­do, sino en esa dimensión nocturna de la subjetividad donde encuen­tra su ser más propio”. En última instancia toda pintura es abstracta, pues la abstracción define la esencia de la pintura en general. Pero lo decisivo es que se muestra la realidad interior.



La vida del espíri­tu se manifiesta en un espacio de libertad al que se ha abierto el artis­ta.
De ello deriva, por fin, una idea de la imaginación libre y no sierva del mundo sensible. De ahí que Henry afirme que “la pintura es una contra-percepción”, pues muestra lo que nada tiene que ver con el mundo físico y lo que muestra es la vida. No se trata de que la pintura represente la vida, pues el arte no represen­ta nada, ni mundo, ni fuerza, ni afecto, ni vida, sino que hace sensi­ble un contenido abstracto que es la vida invisible.
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Henry se pre­gunta por la esencia de la vida, y se responde: “no es sólo la experiencia de sí, sino su consecuencia inmediata, el crecimiento de sí”.
La pintura de Kandinsky narraría esa historia del yo que se experimenta a sí mismo en el espacio interior según el movimien­to propio de la vida que es aquel que va del sufrimiento al gozo.




Formas y colores hablan de ese gozo al que se reconoce en su sono­ridad, sólo audible con el oído interior. El ensayo de Michel Henry concluye con un comentario del retablo de Issenheim de Mathias Grünewald visto desde los principios de la abstracción, lo que supone experimentar el pathos del color, ser la realidad de ese pathos ser la vida: “El retablo de Issenheim no representa la vida, sino que nos la da a sentir en nosotros mismos, allí donde dormita desde siempre, mientras arde, arde dentro de sí mismo, arde en no­sotros el Rojo de la Resurrección”.
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La interioridad y el cosmos coinciden en su repentina visibilidad, en su principio y fin, en su encarna­ción histórica y en su eternidad.
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Más allá queda lo que Michel de Certeau denominara el “éxtasis blanco” en que cuanta más visión, más decrece el objeto de la visión: “Ver a Dios, es finalmente no ver nada, es no percibir nada en particular, es participar en una visibi­lidad universal”. Ver es entonces devoración, devorar y ser devora­do, pues ya no hay ni sujeto ni objeto, sino una “absorción de objetos y de sujetos”, “ninguna violencia, sino sólo el despliegue de la presencia. Ni pliegue ni agujero. Nada oculto y nada visible enton­ces. Una luz sin límites, sin diferencia, neutra y en cierta manera continua”.
Como el Cristo transfigurado del icono de Novgorod, la blancura, más allá de todo color, diluye el dilema entre lo visi­ble y lo invisible.







Fuente. Magrittte, Foucault, Hegel, y la pintura del pensamiento.
Painting . David Lewis