con (sumirse) los sentidos

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Naturalmente, Leticia/Lutecia era pirómana. De pronto quemaba un incunable, una moldura robada en la capilla gótica y desguazada de sus abuelos, una silla de cocina. Preparaba el fuego minuciosamente, con alcohol, trapos, papeles, como si fuese a curar a alguien de algo, y luego se sentaba a ver el recital de las llamas, la cantata del objeto incendiado, a desentrañar con sus ojos claros y tristes el parentesco, nunca aclarado por nadie, pero siempre intuido en la humanidad, entre el fuego y la música.
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Asimismo, Leticia/Lutecia era acuómana o acuófila o algo así –habría que inventar una palabra, pero ahora no tengo tiempo–, de modo que, cuando el espectáculo del fuego estaba asegurado, abría grifos, o picaba minuciosamente una cañería, con su limita de uñas, hasta tener un órgano o un xilofón de chorros zigzagueando despacio, con caligrafía cursiva y concienzuda, el fuego marca a fuego los papeles y la paredes donde deja su confidencia de humo, pero el agua atropella una escritura urgente que en seguida gotea y se cae como si todo lo escrito fuese mentira.
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Frente a estas dos escrituras contrapuestas y eternas, que vienen explicando el universo desde que existe, se sentaba Leticia/Lutecia con sus piernas muy abiertas bajo su falda leve, que era una translúcida sucesión de faldas. El secreto del mundo, efectivamente, no lo sabremos nunca porque el fuego dice una cosa y el agua dice otra, y ambas escrituras se contraponen, se desmienten, se anulan una a la otra, y mientras el agua nos dice que el sentido del mundo es transcurrir, el fuego nos explica que el sentido del mundo es consumirse en sí mismo, estáticamente.


Francisco Umbral




.  Francisco Umbral . Madrid.   España.  1932. 2007


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